
La espera, con todo lo que ello implica,
en lo incierto,
en ese intermedio que transcurre durante la transición de un mundo a otro
y las incertidumbres: ese incontrolable futuro que se abre,
que se cierne sobre nosotros,
se convierten en los máximos infortunios que afronta la rapidez del presente.
Nuestra época vive cierto hórror vacui hacia el tiempo detenido.
Suspiramos,
la impaciencia se manifiesta física y mentalmente
ante todos los aspectos de la vida.
Y la capacidad de la espera,
de observar y contemplar
sin las turbulencias atropelladas embistiendo contra la mente,
queda relegada,
ajena a un sistema
al que siempre le faltan horas de productividad.
Nos enfrentamos ante la imposibilidad de la quietud por el propio placer de lo detenido.
Sumerjámonos pues, en el entretenimiento constante y paseemos
incesantemente
por un cúmulo de actividades frenéticas,
donde no quede ni siquiera un resquicio,
un mísero instante de vacío,
por si inmersos dentro de lo detenido,
aparecieran las tormentas
que hicieran tambalearse los cimientos de todo lo aprendido hasta la fecha,
por si nos obligaran a reflexionar y a replantearnos toda nuestra existencia.
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